Me moría de hambre, así que
decidí hacer un intento de comunicación con alguien. Antes de nada, me despojé
de mis ropas para estar como ellos.
Toqué a una mujer en el hombro, y ella se
giró con la mirada perdida. Sabía que yo era un forastero desde el momento en
que la rocé. Me tocó entero para reconocerme, principalmente la cara. Y se
señaló el estómago como indicándome que si tenía hambre. Como no había dejado
de tocarme asentí. Me tomó de la mano y me llevó al interior. Allí había una
enorme mesa con mucha gente sentada. Había llegado en el momento preciso para
cenar. Los que estaban fuera iban entrando y sentándose en su sitio. Hablaban
con las manos, y también comían con ellas, se estaban poniendo finos, pero no
parecía importarles. Era normal, si querían mantener una conversación, tenían
que estar en estrecho contacto, pero por otro lado, querían comer, así que se
tocaban y comían a parte iguales. Me di cuenta sorprendido de la velocidad con
la que se difundía la conversación, era como una ola, iba de uno a otro, y cada
uno reaccionaba con la ocurrencia y se la comentaba a su compañero. No era el
lenguaje de signos habitual, parecía mucho más complejo. Tendría que dedicar mucho tiempo si quería
dominarlo. Pero ¡qué demonios! Si sólo quería cenar y dormir… Decidí que no,
que me quedaría un tiempo, quería comprender más a esta gente, quería saber
cómo lo hacían para sobrevivir, cómo vivían, cómo se comunicaban tan fluidamente.
De pronto una de las niñas se levantó y se acercó a él. Sonrió abiertamente y
le empezó a tocar. Muchos lo habían hecho antes, pero ninguno era tan bonito
como ella. Desnuda, suave y cálida. Me dije que ahí tenía otro motivo por el
que quedarme. La verdad es que era una muchacha preciosa. No debía pasar de los
16 años, pero a mí eso no me importaba, sabía que en esas comunas los menores
no son como en el exterior, son casi adultos formados. Después de tocarme un
rato se fue, aparentemente satisfecha, pero sólo para volver a decirme.
-¿Cuánto se va a quedar señor? Hablaba bien, no como los sordos que aprenden a
imitar las vibraciones de la garganta, hablaba como una persona sin ninguna
tara física. Sus ojos azules brillaban. La mire, y devolvió mi mirada, al
percatarse de mí asombro se explicó: -Los niños no somos ni sordos ni ciegos,
sólo ellos lo son. Lo dijo con un deje de amargura en la voz que me sorprendió
desagradablemente. Así que me había estado tocando de arriba a abajo y podía
ver… Me hizo gracia. Pregunté que si podía ser mi intérprete, a lo que accedió
encantada. Era realmente hermosa. La
pregunté cómo se llamaba, a lo que no me supo responder de inmediato, si no que
pensó en una traducción de su nombre táctil.
Finalmente respondió, mis padres me llamaron rosada, pues es la idea que
tenían ellos del color de los recién nacidos; pero realmente tengo un nombre
para cada persona que me llama. -¿Cómo?- pregunté impactado – Un nombre de cada
persona… Su nombre era una manera de tocarla, y supuse sin errar que el de los
demás sería por el estilo. Resolví ponerles yo mismo los nombres visuales “el sin-un-diente” la “morena” etc. Decidí
quedarme unos días y aprender el idioma táctil que usaban. Lo que no sospechaba
era la enorme complejidad del mismo. No se limitaba a palabras y gestos, si no
que tenía tiempos compuestos, y ellos se comunicaban demasiado rápido como para
que yo pudiera comprenderlos. Pero gracias a la ayuda de Rosada logré el nivel de un niño de seis años en poco más de una
semana, lo básico para expresar alguna necesidad y comprender alguna cosilla.
Necesitaba más tiempo para aprender, pero poco a poco fui progresando. Me di
cuenta de por qué iban desnudos; hablaban con todo el cuerpo, incluso con los
genitales, a los que no les daban mayor importancia que a las manos o a otras
partes sensibles densamente vascularizadas
.
Hacían el amor despacio,
hablándose suavemente con las caricias que se prodigaban. Poco a poco fui
comprendiendo la estructura de su comunidad. Rosada me fue explicando pacientemente la historia de la
agrupación, y de cómo habían logrado constituirse socialmente.
Me explicó que una de las integrantes
de la comunidad había estudiado mucho, y
había cursado estudios universitarios, de modo que se percató de la
posibilidad de cobrar una fuerte indemnización por parte del estado. Decidió
reunir a más personas que se hallasen en su situación para establecer una
comunidad lejos del maltrato que les prodigaba la sociedad, y que quisieran
establecerse en una demanda conjunta al estado, para poder pagar lo necesario
para ser autosuficientes. Estudió mucho más, logró ayuda de otros sordo-ciegos.
Contrataron a un arquitecto de prestigio que pronto se prendó de las ideas de
este grupo y realizó su trabajo sin cobrar casi. También contaron con la ayuda
desinteresada de un abogado, que logró un sustancioso acuerdo gracias al cual
pudieron contar con terrenos y agua del Rio Grande. Pronto comenzó a funcionar
la comunidad; plantaron los campos, nitrificaron con tréboles las tierras de
barbecho, repartieron las tareas de un modo muy inteligente, y rápidamente
fueron autosuficientes casi por completo. Construyeron incluso un conjunto de
invernaderos y estanques que se autoalimentaban es decir, las plantas de los
invernaderos producían la materia orgánica suficiente como para alimentar la
pequeña piscifactoría que, a su vez, producía los suficientes residuos como
para abonar los campos. La ganadería funcionaba de modo semejante, de forma que
todo era sostenible y los residuos eran muy escasos. Claro que no por ello
vivían mal, contaban con aparatos tecnológicos importantes, tal como el tren
que había visto muy de cerca mi primer día, sistemas de alarma, sistemas
anti-incendios automáticos etc. La pregunté que cómo reaccionaba el mundo
exterior ante su comunidad, y me explicó que eran indiferentes a la mayoría;
pero que tenían honestos intercambios con los indios navajos de la zona. No
todo era un jardín de rosas, y algunas cosas habían salido mal. En los primeros
tiempos habían estado cerca de desistir debido a una gran sequía que destruyó
dos cosechas consecutivas, y que les había dejado casi sin recursos. También
hubo un episodio de violencia por parte de unos paletos de un pueblo cercano,
que les consideraban monstruos. Llegaron borrachos una noche, hacía ya cinco
años, en dos furgonetas de trasporte ovino. Bajaron con sus armas y golpearon a
los hombres, violaron a las mujeres e incluso prendieron fuego al edificio
principal. Por suerte el sistema anti incendios funcionó a la perfección y los
daños no fueron muy severos. El arquitecto asustado por la suerte que pudieran
correr les ofreció sistemas de protección tales como alarmas y alambradas, pero
ellos se negaron. Fue entonces cuando construyeron el muro circundante. No
podían tener armas, pues disparar una pistola siendo sordo y ciego podía causar
más de una catástrofe, y no precisamente entre las partidas enemigas. Tomaron
lecciones de defensa personal, y dejaron de ser esos y esas indefensas a los
que los palurdos borrachos del pueblo podían ningunear. Compraron también cinco
perros, pero no de estos perros diseñados por ingeniería genética para matar,
si no pastores alemanes entrenados por la policía. La segunda y última incursión
por parte de esos desgraciados acabó con siete de los quince visitantes no
deseados heridos y atrapados. Y ninguna baja por parte de los sordo-ciegos.
Era francamente impresionante que
se hubieran organizado tan rematadamente bien. Todos salvo los niños parecían
felices. Los niños también, claro, pero tenían un cierto resentimiento hacia
los padres. Quizá fuera porque nadie se dejaba ayudar, aceptar la ayuda es la
primera fase hacia la dependencia. Quizá había un odio velado de los padres
hacia sus propios hijos, por poder estos ver. Sea como fuere, algo no cuadraba
exactamente. Por lo demás era tan semejante al paraíso que cuando me quise dar
cuenta ya llevaba un mes allí. Comenzaba a expresarme bastante bien en el
idioma táctil, aunque cada vez me desesperaba sentir que estaba muy lejos de
poder comprender plenamente todo lo que ellos podían llegar a sentir y a
expresar con un leve roce. Estaba enamorado de Rosada, por eso no quería irme,
pero también estaba enamorado de la forma de “ver” la vida que tenían esas
personas. Había olvidado explicar, que la mujer pelirroja (tal y como la
conocía yo) que había tenido la idea de fundar esa comunidad se había negado a
ser la jefa de nadie. Pese a que ellos sugirieron que debía ser la líder de la
comunidad, ella se excusó diciendo que todos eran iguales, y que el poder podía
llegar a corromperla. Además, prefería que las decisiones fueran tomadas en
asambleas por todos. Así que todos tenían derecho a exponer nuevas ideas a
favor de la comunidad. Aunque a decir verdad, el tema que más se debatía estaba
en relación con la primera norma que me había explicado Rosada. “No se puede
dejar nada en fuera de su lugar” Para cambiar algo de sitio se debía hacer una
asamblea, de modo que todos conocieran la nueva colocación del objeto, a fin de
evitar accidentes y encontronazos incómodos. Era una norma de lo más racional
en esa comunidad, pero totalmente absurda en una comunidad de gente con vista.
Quizá por eso fui yo quien me equivoqué. Me explicaré; pasado el tiempo me
había dejado incorporarme a algunos trabajos de la comunidad, aunque me seguían
viendo como invitado, nunca habían hecho amago de querer que me fuera, y yo
estaba a gusto.
En un primer momento quise colaborar en algunas tareas, pero me
lo impidieron, aduciendo que interferiría más de lo que podía llegar a ayudar.
Efectivamente, en las tareas que podía hacer solo, como ir a ordeñar a las
vacas podía trabajar, pero en las labores de grupo, organizaría un caos enorme.
Poco a poco, según iba aprendiendo a comunicarme pude tomar parte más activa en
la comunidad. Había tareas que yo realizaba mucho más rápido como localizar un
objeto o encontrar un botón, pero tenía que adaptarme a su velocidad. Sin
embargo eran mucho más rápidos que yo en habilidades manuales como tejer. De
este modo, la producción se descompensaba si yo trabajaba en grupo con ellos,
pero pronto logré adaptarme. Fue sin embargo en una tarea solitaria en la que
cometí el garrafal error. Venía de ordeñar las vacas, el sol caía ya tras el
horizonte, y se me había desabrochado el zapato. Dejé el cubo y me lo empecé a
abrochar. De pronto oí un fuerte ruido y vi a una mujer, que se acababa de
tropezar con el cubo y lloraba impotente agarrándose la rodilla. Me di cuenta
de que había dejado el cubo en un camino rápido. -¡Mierda!-, exclamé. Me
imaginé la frustración de esa mujer, que iba caminando muy deprisa
despreocupadamente y de pronto se había encontrado sangrando en el suelo. Me
acerqué a ayudarla, pero yo sabía que había incumplido la única norma que no se
debía incumplir. Hubo un juicio, y yo temí seriamente que me expulsasen; estaba
muy a gusto en esa extraña comunidad, y estaba descubriendo sensaciones
increíbles. Si me hubieran expulsado lo habría pasado muy mal. Era el segundo
juicio que habían tenido que realizar en toda su historia, y ambos habían sido
por lo mismo. No había delitos, no había tiempo para que se produjesen disputas
ya que no se puede mentir en el lenguaje táctil. Se nota demasiado. Si había un
pequeño enfrentamiento, siempre se solucionaba antes de que el rencor o la
rabia pudieran crecer, al momento de nacer estaba acabando.
No había robos, ni celos, todos
eran iguales y tenían lo mismo, carecería de sentido robar, o querer tener más
contacto físico con alguien, teniéndolos todos por igual, hombres y mujeres (la
actitud hipócrita hacia la homosexualidad que tenían otras culturas no existía
allí, implicaría dejar de comunicarse con la mitad de la población.) En esta
cultura sin delitos, había llegado yo a cometer un error… La sentencia fue
dura, podía marcharme y no volver, o quedarme y asumir el castigo. Decidí
quedarme, casi agradeciendo que me dejasen la oportunidad de quedarme.
El castigo fue duro, hicieron un círculo
a mí alrededor, y la mujer de la herida en la rodilla me comenzó a golpear. Lo
hacía porque la sentencia así lo dictaba, pero lo hacía con lágrimas en sus
ojos muertos, como diciendo que lo sentía por tener que golpearme, que me
quería igual. Me di cuenta de que el circulo de mi alrededor también me estaba
golpeando, pero no físicamente, si no de manera psicológica. Una vez finalizado
el castigo estuve largo rato hablando con todo mi cuerpo con la mujer de la
herida en la rodilla (a la que pasaré a llamar así a partir de este incidente).
Me pareció un castigo razonable para mi delito, y por supuesto que no guardé
rencor a nadie por lo sucedido, nada más que a mí mismo, por haber sido tan
despistado. Rosada crecía a marchas forzadas, y cada día estaba más hermosa.
Llevaba ya tres meses allí; y decidí
marcharme. Comuniqué mi decisión a la gente con la que más relación había
tenido, y me organizaron una despedida entre todos los habitantes. Todos
querían tocarme para despedirse de mí, y yo estaba saturándome de sensaciones,
pero muy a gusto.
Volví a mi fría ciudad. El
trabajo y los conocidos. Mi pequeño y agobiante piso céntrico. Nada me llenaba.
Traté de volver a adaptarme a un mundo plenamente visual, pero cada día sentía
más nostalgia por ese otro mundo que dejaba atrás. Nunca me había pasado esto
en ninguna de mis experiencias anteriores, pero era irremediable. Echaba de
menos a todos. Era como haber estado en el paraíso y haberme marchado
voluntariamente. Menudo estúpido. No sé en qué momento había pensado que mi
vida estaba allí, con esos imbéciles petulantes tan preocupados por sus
televisores y sus ropajes, por su aspecto físico. No sé en qué momento me sentí
tan perdido como para querer regresar a esa mediocridad, a ese mundo de gente
lejana, que se llenaban de rencor, y que andaban deseando matarse y violarse
los unos y los otros, pero que no lo hacían por culpa de las restricciones
externas, tales como la policía y los jueces. Necesitaban tantos apoyos
externos… Horrible. Aún así, me quedé casi un año con ellos. Nada había
cambiado en sus vidas durante mi viaje, y no parecía que nada fuera a cambiar.
Quitando insignificantes detalles, todo parecía funcionar igual de bien (o de
mal, según como se mire) conmigo o sin mí. Me había prometido no volver nunca a
un lugar en el que ya hubiera estado, pero como siempre me pasa, es más
sencillo incumplir las promesas que se hace uno a sí mismo. De pronto, un día
de principios de invierno me sorprendí montado en mi coche, conduciendo a toda
velocidad hacia el territorio navajo que tan amablemente me había acogido, y
que tantas cosas me había enseñado.
Cuando llegué, el muro estaba cubierto de
nieve. Entré y me sorprendió encontrarme a muy poca gente. Sólo estaba los
niños, tocándose en círculo. Allí estaba Rosada. No vi a ningún adulto. Me acerqué
al círculo esperando que me vieran, pero algo fallaba. Sentí que ya no era el
mismo paraíso que cuando me fui, pero lo atribuí a las ropas de invierno frente
a la desnudez que solía imperar. No, no era eso, Me acerqué más y toqué a
Rosada el hombro. Ella se volvió sonriente al reconocerme.
Tenía la mirada perdida. Sus ojos
azules habían perdido toda la luz. Era evidente, no veía. Había alcanzado la
edad adulta. Por eso había habido roces con los padres, pero ahora ellos ya
eran como los adultos, ya estaban todos en situación de igualdad; ya eran todos
sordo-ciegos de por vida. La bese, y me quedé inmóvil. Acercó sus manos a mi
cara, y suavemente me tocó los ojos, y después las orejas. El mundo dejó de
existir, y por fin me sentí plenamente aceptado.
¡Qué felicidad!
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