sábado, 19 de noviembre de 2011

Tercera parte y final


Me moría de hambre, así que decidí hacer un intento de comunicación con alguien. Antes de nada, me despojé de mis ropas para estar como ellos.
                                                                        
 Toqué a una mujer en el hombro, y ella se giró con la mirada perdida. Sabía que yo era un forastero desde el momento en que la rocé. Me tocó entero para reconocerme, principalmente la cara. Y se señaló el estómago como indicándome que si tenía hambre. Como no había dejado de tocarme asentí. Me tomó de la mano y me llevó al interior. Allí había una enorme mesa con mucha gente sentada. Había llegado en el momento preciso para cenar. Los que estaban fuera iban entrando y sentándose en su sitio. Hablaban con las manos, y también comían con ellas, se estaban poniendo finos, pero no parecía importarles. Era normal, si querían mantener una conversación, tenían que estar en estrecho contacto, pero por otro lado, querían comer, así que se tocaban y comían a parte iguales. Me di cuenta sorprendido de la velocidad con la que se difundía la conversación, era como una ola, iba de uno a otro, y cada uno reaccionaba con la ocurrencia y se la comentaba a su compañero. No era el lenguaje de signos habitual, parecía mucho más complejo.  Tendría que dedicar mucho tiempo si quería dominarlo. Pero ¡qué demonios! Si sólo quería cenar y dormir… Decidí que no, que me quedaría un tiempo, quería comprender más a esta gente, quería saber cómo lo hacían para sobrevivir, cómo vivían, cómo se comunicaban tan fluidamente. De pronto una de las niñas se levantó y se acercó a él. Sonrió abiertamente y le empezó a tocar. Muchos lo habían hecho antes, pero ninguno era tan bonito como ella. Desnuda, suave y cálida. Me dije que ahí tenía otro motivo por el que quedarme. La verdad es que era una muchacha preciosa. No debía pasar de los 16 años, pero a mí eso no me importaba, sabía que en esas comunas los menores no son como en el exterior, son casi adultos formados. Después de tocarme un rato se fue, aparentemente satisfecha, pero sólo para volver a decirme. -¿Cuánto se va a quedar señor? Hablaba bien, no como los sordos que aprenden a imitar las vibraciones de la garganta, hablaba como una persona sin ninguna tara física. Sus ojos azules brillaban. La mire, y devolvió mi mirada, al percatarse de mí asombro se explicó: -Los niños no somos ni sordos ni ciegos, sólo ellos lo son. Lo dijo con un deje de amargura en la voz que me sorprendió desagradablemente. Así que me había estado tocando de arriba a abajo y podía ver… Me hizo gracia. Pregunté que si podía ser mi intérprete, a lo que accedió encantada. Era realmente hermosa.  La pregunté cómo se llamaba, a lo que no me supo responder de inmediato, si no que pensó en una traducción de su nombre táctil. Finalmente respondió, mis padres me llamaron rosada, pues es la idea que tenían ellos del color de los recién nacidos; pero realmente tengo un nombre para cada persona que me llama. -¿Cómo?- pregunté impactado – Un nombre de cada persona… Su nombre era una manera de tocarla, y supuse sin errar que el de los demás sería por el estilo. Resolví ponerles yo mismo los nombres visuales “el sin-un-diente” la “morena” etc. Decidí quedarme unos días y aprender el idioma táctil que usaban. Lo que no sospechaba era la enorme complejidad del mismo. No se limitaba a palabras y gestos, si no que tenía tiempos compuestos, y ellos se comunicaban demasiado rápido como para que yo pudiera comprenderlos. Pero gracias a la ayuda de Rosada logré el nivel de un niño de seis años en poco más de una semana, lo básico para expresar alguna necesidad y comprender alguna cosilla. Necesitaba más tiempo para aprender, pero poco a poco fui progresando. Me di cuenta de por qué iban desnudos; hablaban con todo el cuerpo, incluso con los genitales, a los que no les daban mayor importancia que a las manos o a otras partes sensibles densamente vascularizadas
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Hacían el amor despacio, hablándose suavemente con las caricias que se prodigaban. Poco a poco fui comprendiendo la estructura de su comunidad. Rosada me fue explicando pacientemente la historia de la agrupación, y de cómo habían logrado constituirse socialmente.

Me explicó que una de las integrantes de la comunidad había estudiado mucho, y  había cursado estudios universitarios, de modo que se percató de la posibilidad de cobrar una fuerte indemnización por parte del estado. Decidió reunir a más personas que se hallasen en su situación para establecer una comunidad lejos del maltrato que les prodigaba la sociedad, y que quisieran establecerse en una demanda conjunta al estado, para poder pagar lo necesario para ser autosuficientes. Estudió mucho más, logró ayuda de otros sordo-ciegos. Contrataron a un arquitecto de prestigio que pronto se prendó de las ideas de este grupo y realizó su trabajo sin cobrar casi. También contaron con la ayuda desinteresada de un abogado, que logró un sustancioso acuerdo gracias al cual pudieron contar con terrenos y agua del Rio Grande. Pronto comenzó a funcionar la comunidad; plantaron los campos, nitrificaron con tréboles las tierras de barbecho, repartieron las tareas de un modo muy inteligente, y rápidamente fueron autosuficientes casi por completo. Construyeron incluso un conjunto de invernaderos y estanques que se autoalimentaban es decir, las plantas de los invernaderos producían la materia orgánica suficiente como para alimentar la pequeña piscifactoría que, a su vez, producía los suficientes residuos como para abonar los campos. La ganadería funcionaba de modo semejante, de forma que todo era sostenible y los residuos eran muy escasos. Claro que no por ello vivían mal, contaban con aparatos tecnológicos importantes, tal como el tren que había visto muy de cerca mi primer día, sistemas de alarma, sistemas anti-incendios automáticos etc. La pregunté que cómo reaccionaba el mundo exterior ante su comunidad, y me explicó que eran indiferentes a la mayoría; pero que tenían honestos intercambios con los indios navajos de la zona. No todo era un jardín de rosas, y algunas cosas habían salido mal. En los primeros tiempos habían estado cerca de desistir debido a una gran sequía que destruyó dos cosechas consecutivas, y que les había dejado casi sin recursos. También hubo un episodio de violencia por parte de unos paletos de un pueblo cercano, que les consideraban monstruos. Llegaron borrachos una noche, hacía ya cinco años, en dos furgonetas de trasporte ovino. Bajaron con sus armas y golpearon a los hombres, violaron a las mujeres e incluso prendieron fuego al edificio principal. Por suerte el sistema anti incendios funcionó a la perfección y los daños no fueron muy severos. El arquitecto asustado por la suerte que pudieran correr les ofreció sistemas de protección tales como alarmas y alambradas, pero ellos se negaron. Fue entonces cuando construyeron el muro circundante. No podían tener armas, pues disparar una pistola siendo sordo y ciego podía causar más de una catástrofe, y no precisamente entre las partidas enemigas. Tomaron lecciones de defensa personal, y dejaron de ser esos y esas indefensas a los que los palurdos borrachos del pueblo podían ningunear. Compraron también cinco perros, pero no de estos perros diseñados por ingeniería genética para matar, si no pastores alemanes entrenados por la policía. La segunda y última incursión por parte de esos desgraciados acabó con siete de los quince visitantes no deseados heridos y atrapados. Y ninguna baja por parte de los sordo-ciegos.


Era francamente impresionante que se hubieran organizado tan rematadamente bien. Todos salvo los niños parecían felices. Los niños también, claro, pero tenían un cierto resentimiento hacia los padres. Quizá fuera porque nadie se dejaba ayudar, aceptar la ayuda es la primera fase hacia la dependencia. Quizá había un odio velado de los padres hacia sus propios hijos, por poder estos ver. Sea como fuere, algo no cuadraba exactamente. Por lo demás era tan semejante al paraíso que cuando me quise dar cuenta ya llevaba un mes allí. Comenzaba a expresarme bastante bien en el idioma táctil, aunque cada vez me desesperaba sentir que estaba muy lejos de poder comprender plenamente todo lo que ellos podían llegar a sentir y a expresar con un leve roce. Estaba enamorado de Rosada, por eso no quería irme, pero también estaba enamorado de la forma de “ver” la vida que tenían esas personas. Había olvidado explicar, que la mujer pelirroja (tal y como la conocía yo) que había tenido la idea de fundar esa comunidad se había negado a ser la jefa de nadie. Pese a que ellos sugirieron que debía ser la líder de la comunidad, ella se excusó diciendo que todos eran iguales, y que el poder podía llegar a corromperla. Además, prefería que las decisiones fueran tomadas en asambleas por todos. Así que todos tenían derecho a exponer nuevas ideas a favor de la comunidad. Aunque a decir verdad, el tema que más se debatía estaba en relación con la primera norma que me había explicado Rosada. “No se puede dejar nada en fuera de su lugar” Para cambiar algo de sitio se debía hacer una asamblea, de modo que todos conocieran la nueva colocación del objeto, a fin de evitar accidentes y encontronazos incómodos. Era una norma de lo más racional en esa comunidad, pero totalmente absurda en una comunidad de gente con vista. Quizá por eso fui yo quien me equivoqué. Me explicaré; pasado el tiempo me había dejado incorporarme a algunos trabajos de la comunidad, aunque me seguían viendo como invitado, nunca habían hecho amago de querer que me fuera, y yo estaba a gusto. 
En un primer momento quise colaborar en algunas tareas, pero me lo impidieron, aduciendo que interferiría más de lo que podía llegar a ayudar. Efectivamente, en las tareas que podía hacer solo, como ir a ordeñar a las vacas podía trabajar, pero en las labores de grupo, organizaría un caos enorme. Poco a poco, según iba aprendiendo a comunicarme pude tomar parte más activa en la comunidad. Había tareas que yo realizaba mucho más rápido como localizar un objeto o encontrar un botón, pero tenía que adaptarme a su velocidad. Sin embargo eran mucho más rápidos que yo en habilidades manuales como tejer. De este modo, la producción se descompensaba si yo trabajaba en grupo con ellos, pero pronto logré adaptarme. Fue sin embargo en una tarea solitaria en la que cometí el garrafal error. Venía de ordeñar las vacas, el sol caía ya tras el horizonte, y se me había desabrochado el zapato. Dejé el cubo y me lo empecé a abrochar. De pronto oí un fuerte ruido y vi a una mujer, que se acababa de tropezar con el cubo y lloraba impotente agarrándose la rodilla. Me di cuenta de que había dejado el cubo en un camino rápido. -¡Mierda!-, exclamé. Me imaginé la frustración de esa mujer, que iba caminando muy deprisa despreocupadamente y de pronto se había encontrado sangrando en el suelo. Me acerqué a ayudarla, pero yo sabía que había incumplido la única norma que no se debía incumplir. Hubo un juicio, y yo temí seriamente que me expulsasen; estaba muy a gusto en esa extraña comunidad, y estaba descubriendo sensaciones increíbles. Si me hubieran expulsado lo habría pasado muy mal. Era el segundo juicio que habían tenido que realizar en toda su historia, y ambos habían sido por lo mismo. No había delitos, no había tiempo para que se produjesen disputas ya que no se puede mentir en el lenguaje táctil. Se nota demasiado. Si había un pequeño enfrentamiento, siempre se solucionaba antes de que el rencor o la rabia pudieran crecer, al momento de nacer estaba acabando.
No había robos, ni celos, todos eran iguales y tenían lo mismo, carecería de sentido robar, o querer tener más contacto físico con alguien, teniéndolos todos por igual, hombres y mujeres (la actitud hipócrita hacia la homosexualidad que tenían otras culturas no existía allí, implicaría dejar de comunicarse con la mitad de la población.) En esta cultura sin delitos, había llegado yo a cometer un error… La sentencia fue dura, podía marcharme y no volver, o quedarme y asumir el castigo. Decidí quedarme, casi agradeciendo que me dejasen la oportunidad de quedarme.      
                                                                                        
El castigo fue duro, hicieron un círculo a mí alrededor, y la mujer de la herida en la rodilla me comenzó a golpear. Lo hacía porque la sentencia así lo dictaba, pero lo hacía con lágrimas en sus ojos muertos, como diciendo que lo sentía por tener que golpearme, que me quería igual. Me di cuenta de que el circulo de mi alrededor también me estaba golpeando, pero no físicamente, si no de manera psicológica. Una vez finalizado el castigo estuve largo rato hablando con todo mi cuerpo con la mujer de la herida en la rodilla (a la que pasaré a llamar así a partir de este incidente). Me pareció un castigo razonable para mi delito, y por supuesto que no guardé rencor a nadie por lo sucedido, nada más que a mí mismo, por haber sido tan despistado. Rosada crecía a marchas forzadas, y cada día estaba más hermosa.
                             
Llevaba ya tres meses allí; y decidí marcharme. Comuniqué mi decisión a la gente con la que más relación había tenido, y me organizaron una despedida entre todos los habitantes. Todos querían tocarme para despedirse de mí, y yo estaba saturándome de sensaciones, pero muy a gusto.

Volví a mi fría ciudad. El trabajo y los conocidos. Mi pequeño y agobiante piso céntrico. Nada me llenaba. Traté de volver a adaptarme a un mundo plenamente visual, pero cada día sentía más nostalgia por ese otro mundo que dejaba atrás. Nunca me había pasado esto en ninguna de mis experiencias anteriores, pero era irremediable. Echaba de menos a todos. Era como haber estado en el paraíso y haberme marchado voluntariamente. Menudo estúpido. No sé en qué momento había pensado que mi vida estaba allí, con esos imbéciles petulantes tan preocupados por sus televisores y sus ropajes, por su aspecto físico. No sé en qué momento me sentí tan perdido como para querer regresar a esa mediocridad, a ese mundo de gente lejana, que se llenaban de rencor, y que andaban deseando matarse y violarse los unos y los otros, pero que no lo hacían por culpa de las restricciones externas, tales como la policía y los jueces. Necesitaban tantos apoyos externos… Horrible. Aún así, me quedé casi un año con ellos. Nada había cambiado en sus vidas durante mi viaje, y no parecía que nada fuera a cambiar. Quitando insignificantes detalles, todo parecía funcionar igual de bien (o de mal, según como se mire) conmigo o sin mí. Me había prometido no volver nunca a un lugar en el que ya hubiera estado, pero como siempre me pasa, es más sencillo incumplir las promesas que se hace uno a sí mismo. De pronto, un día de principios de invierno me sorprendí montado en mi coche, conduciendo a toda velocidad hacia el territorio navajo que tan amablemente me había acogido, y que tantas cosas me había enseñado.
                                                                            
Cuando llegué, el muro estaba cubierto de nieve. Entré y me sorprendió encontrarme a muy poca gente. Sólo estaba los niños, tocándose en círculo. Allí estaba Rosada. No vi a ningún adulto. Me acerqué al círculo esperando que me vieran, pero algo fallaba. Sentí que ya no era el mismo paraíso que cuando me fui, pero lo atribuí a las ropas de invierno frente a la desnudez que solía imperar. No, no era eso, Me acerqué más y toqué a Rosada el hombro. Ella se volvió sonriente al reconocerme.

Tenía la mirada perdida. Sus ojos azules habían perdido toda la luz. Era evidente, no veía. Había alcanzado la edad adulta. Por eso había habido roces con los padres, pero ahora ellos ya eran como los adultos, ya estaban todos en situación de igualdad; ya eran todos sordo-ciegos de por vida. La bese, y me quedé inmóvil. Acercó sus manos a mi cara, y suavemente me tocó los ojos, y después las orejas. El mundo dejó de existir, y por fin me sentí plenamente aceptado.
¡Qué felicidad!

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